Por Nando Vaccaro
Talledo – Noviembre 2016
Primero fueron
ideogramas en las cavernas; después los jeroglíficos y, como le consta a
Moisés, inscripciones sobre tablas de piedra y en otros sitios de arcilla,
dando origen a la escritura cuneiforme; luego de varias centurias de pasar por
otros registros generosos para el proceso evolutivo llegó por fin la escritura
sobre papel; siglos después se pudo ya no escribir a mano sino “teclear” un
solo tipo de letra del alfabeto, en minúsculas o mayúsculas, en una máquina de
escribir, con la condición de estar atentos porque un error podía hacernos
repetir el texto; décadas después apareció la computadora, y pasamos de teclear
a tipear, perdimos el miedo a equivocarnos al aplastar el dedo y un mundo de
opciones y diseños se abrió ante nuestros ojos en solo un click (seguramente a
estas alturas hemos tipeado y clickeado más veces de las que hemos escrito con
lapicero sobre un papel). Pero también empezamos a descuidarnos en la sintaxis
y hasta en la semántica porque “la compu” lo hace por nosotros; en los
siguientes años llegaron aparatos más novedosos y hasta portátiles, en los que
ya no se teclea, tipea o clickea, sino simplemente se digita con una sutil
caricia sobre la pantalla del dispositivo.
Es más que probable que ya existan
en el mercado internacional artefactos de igual o mayor sofisticación que los
usados por el científico Stephen Hawking (su silla de ruedas está controlada
por una computadora que él maneja a través de leves movimientos de la cabeza y
los ojos, y contrayendo una de sus mejillas puede componer palabras y frases
que son emitidas por un sintetizador de voz), con lo cual se alivia más el
trabajo para las manos: solo pensar, guiar con los ojos y se reproduce lo que
queremos decir.
Entonces, ahora
es propicio plantear la siguiente interrogante: ¿en qué consiste realmente el
proceso físico (no el mental) de la escritura? ¿Podemos llamar escribir a estos
últimos procedimientos tecnológicos y virtuales de reproducción? ¿Qué nos imaginamos
cuando decimos o escuchamos que alguien está realizando el “acto” de escribir
(lo que en semiología se denomina “signo lingüístico”)? Respondiendo a esto
último, conjeturo que la mayoría, incluidos los más tecnologizados, visualizan
a una persona verdaderamente escribiendo, es decir anotando, redactando con su
puño y letra sobre una hoja o cuaderno.
En lo
particular, no desdeño las evoluciones técnicas en este campo. Incluso gran
parte de este artículo ha sido elaborado en un dispositivo móvil, por necesidad
(no tenía un lapicero ni una hoja a la mano cuando pensé en escribirlo) y
también por comodidad (era de madrugada). Sin embargo, el proceso cognoscible
de lo que significa escribir solo puede definirse desde la individualidad de
cada autor, y no me refiero solo a grandes escritores, sino a cualquier persona
que deba escribir un texto y elija un medio para materializarlo. Es cierto que en
ocasiones no hay tiempo ni siquiera para esbozar un borrador de un trabajo o
informe, y se deben tipear directamente. Pero qué hay de las cartas de amor, de
las notas de agradecimiento para nuestros padres y madres en su día. ¿Acaso no
es intenso y especial escribirlas a mano y sentir que no hay una especie de
barrera entre nuestros sentimientos y lo que estamos plasmando? Un lapicero
y un papel son extensiones, prótesis de
nuestro cuerpo, pero lo es más todavía un aparato móvil o una computadora. Además,
estos últimos, al igual de lo que podría ocurrir si diferenciamos leer de un
libro que de un dispositivo virtual, nos demanda mayor desgaste de la visión y
hasta distracciones que nos sacan del tema.
Para la
mayoría de los escritores profesionales, e inclusive para quienes disfrutan
compartiendo sus creaciones en palabras que luego darán vida a un texto, del
género que fuere, la escritura, la redacción en un papel es como un parto
natural: un pacto con la esencia misma del ser, es dar vida esparciendo la
tinta del lapicero sobre la hoja incólume que de a poco se va vistiendo con
sentido y armonía, a través del brazo y de la mano que son como el cordón
umbilical (damos por descontado que el cerebro es el útero: en él todo se
concibe primero). Desde luego, resulta inexorable tipear el producto final, ya
sea para enviarlo por internet, imprimirlo o solo guardarlo. Pero el placer de
escribir, ese “vicio insaciable y abrasivo, el más íntimo y solitario que pueda
imaginarse” como menciona Gabriel García Márquez en el prólogo de Doce cuentos peregrinos, es,
simplemente, incomparable.
miau
ResponderEliminarhentai xd
ResponderEliminaramo a arantxa xddd
ResponderEliminartu mismo te revelaste
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