Por Nando Vaccaro Talledo – julio del 2017
Sobre los
sucesos ocurridos hace ya algunas semanas, donde hubo varios siniestros en Lima
y provincias, y en particular los suscitados en la galería Nicolini de la zona
céntrica de la capital, debemos saber que, cada vez que ocurre un hecho similar,
como es lógico y consecuente, nos impactamos y conmovemos por la noticia. De
manera personal, confieso que las imágenes de los dos jóvenes atrapados e
intentando primero llamar la atención con sus manos y agitando un fluorescente,
y luego desesperadamente golpeando sin suerte algún espacio que les permitiera
escapar de la muerte, han sido imágenes que me hicieron recordar un contexto similar,
en el que mi familia y yo logramos de milagro sobrevivir de las fauces del humo
tóxico y el fuego voraz.
Por lo
general, del sobrecogimiento y la tristeza pasamos a la indignación, y entonces
buscamos desesperadamente culpables, que terminan recayendo en representantes
del estado que tienen injerencia directa o indirecta con el acontecimiento, como
ha sido el caso de la municipalidad de Lima, ministerio de Trabajo, Policía
Municipal, Fiscalía y otros. Después exigimos justicia, que él o los
responsables sean sancionadas con todo el rigor de la ley. Y con el correr de
los días, mientras el fuego se fue extinguiendo nuestra memoria y capacidad
reflexiva también se fue aletargando; hasta que dejamos de hablar y de indignarnos
y de exigir justicia, perdemos la empatía por el prójimo y volteamos la página
quizás con la misma indiferencia de quienes no previnieron el siniestro.
Nos hemos
convertido en simples receptores de información, autómatas que solo nos
indignamos mientras escuchamos o vemos algo, como un termómetro de mercurio que
mide la temperatura mientras esté bajo el brazo; y como el termómetro, nos
agitamos primero y luego seguimos por la vida, sin ánimos ni predisposición
para buscar soluciones, sin el más mínimo atisbo de que esta tragedia nos haga
reflexionar. Es más fácil y cómodo decir que la culpa es del estado, de los
funcionaros corruptos, de aquellos que debieron haber prevenido y controlado.
Pero, realmente, ¿qué es el estado? ¿Acaso no es el reflejo de una sociedad
insensible, irresponsable, sin compromiso ni identidad, interesada más en sus propios
beneficios que en atender las vicisitudes sociales?
El incendio en
la galería de Lima y la muerte sin sentido y con mucho sufrimiento de los dos
jóvenes, uno de ellos padre de familia, es parte de una ceguera social que nos
hace pensar que lo acontecido es en verdad el homicidio colectivo de un pueblo
que convive entre la indiferencia y la inacción, lo mismo que decir la
complicidad, lo cual refleja la falta de convicción moral y patriótica, de
gente que se pone la mano en el pecho para cantar el himno nacional pero que no
participa en las reuniones vecinales, que no acude a los encuentros de padres
de familia, que va por la vida como un tronco seco a la deriva por un río,
carcomiéndose y pudriéndose.
CODA:
La tragedia también muestra los
costos de la desregulación e informalidad en el Perú que, otra vez, nos
golpearon fuerte con el incidente fatal del bus que se desbarrancó en el cerro
San Cristóbal (y ahí están todos los reglamentos que no se cumplen,
construcciones precarias, almacenamientos indebidos, licencias compradas,
personas trabajando en condiciones parecidas a la esclavitud, sanciones que no
se imponen, inseguridad, corrupción…y así podríamos describir toda una hora los
despropósitos de las almas innobles).
Como mencionó en su momento el
periodista Eduardo Dargent, a raíz del incendio se volverá a discutir en forma
abstracta si es mejor el control previo para otorgar certificados de defensa
civil o si la fiscalización posterior es más efectiva. Como fuere, esa
discusión pierde el punto principal: sea antes o después, la realidad es que no
hay un estado que fiscalice si se cumplen las normas. Y en este punto la participación
de la sociedad civil y de los colegios profesionales es crucial.
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